La Corte Interamericana de Derechos Humanos entregó su pronunciamiento a la consulta solicitada por Chile y Colombia. En su declaración, el tribunal internacional enfatiza el deber de proteger los derechos fundamentales frente a la emergencia que experimenta el mundo. La justicia climática ya no es solo un imperativo moral: es también una obligación legal.
Por Judith Herrera Cabello
No todos los días un tribunal se pronuncia a favor del futuro. Tampoco es frecuente que lo haga en nombre de quienes aún no nacen, ni de quienes ya están pagando, en incendios, sequías y desplazamientos, el costo de una crisis que no provocaron.
Pero ocurrió: este 3 de julio, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) hizo historia y reconoció el derecho humano a vivir en un clima sano, derivado del derecho al medioambiente, además de establecer las obligaciones concretas de los Estados para proteger los derechos humanos frente a la emergencia climática. No se trata solo de una declaración simbólica, es un giro normativo que redefine el deber del Estado en tiempos donde pareciera que las temperaturas suben al mismo tiempo que la desigualdad.
La Opinión Consultiva 32/25, resultado de una solicitud conjunta realizada por Chile y Colombia, no solo representa el proceso más participativo en la historia del tribunal, con más de 600 aportes, audiencias en Barbados y Brasil, y cientos de observaciones de pueblos, ONGs y países, sino también una brújula ética y jurídica para los años y décadas que vienen, en un mundo que cada día experimenta peores consecuencias a raíz del cambio climático. La Corte IDH fue clara, estamos ante una emergencia global, causada por actividades humanas distribuidas de forma desigual entre los países, y cuyos efectos recaen con especial violencia sobre los más vulnerables.
La resolución establece que los Estados tienen la obligación de actuar, no solo para mitigar las causas del cambio climático, como la reducción de gases de efecto invernadero, por ejemplo, sino también para adaptarse a sus impactos. Esto implica asegurar derechos esenciales como la vida, la salud, el acceso al agua, la alimentación, el trabajo y la educación. Derechos humanos y también derechos ambientales, ya que el tribunal internacional reconoció que la naturaleza puede ser sujeto de derechos e informó que causar daños irreversibles al ambiente constituye una violación de normas de carácter universal.
Este dictamen llega en un momento crítico. En países como Chile, la emergencia climática no es una teoría, hoy es falta de lluvias en invierno, tierra agrietada, calor insoportable en verano que ya no permite dormir. Desde 2009, el país atraviesa una mega sequía persistente que ha modificado el paisaje, las dinámicas productivas y la vida de millones de personas. Según la Dirección Meteorológica, en seis décadas las precipitaciones han disminuido un 4% por década. El 83% del territorio nacional está afectado por sequía, desertificación o degradación del suelo.
El cambio climático exacerba una crisis de múltiples capas. En zonas rurales de Chile, la falta de infraestructura convierte la escasez hídrica en una amenaza directa para la salud, la producción y la subsistencia. El 53% del país enfrenta sequía, y un 23% está en estado de desertificación. Las olas de calor son cada vez más frecuentes y afectan desproporcionadamente a adultos mayores y personas con enfermedades crónicas.
¿Qué significa, entonces, que un tribunal internacional se refiera al deber de proteger el clima? Significa que la crisis, por fin, tiene marco jurídico y ya no se puede seguir negando lo evidente.

No se trata solo de una declaración simbólica, es un giro normativo que redefine el deber del Estado
El pronunciamiento también habla contra la exclusión: destaca el deber de los Estados de tomar decisiones inclusivas, participativas, abiertas, con reconocimiento a los saberes indígenas y locales. Exige proteger a quienes defienden el ambiente y visibiliza los riesgos diferenciados que enfrentan mujeres, pueblos originarios y personas en contextos de vulnerabilidad. Ya no se trata solo de justicia climática: es también justicia interseccional.
Esto es relevante en Chile, donde aún se desarrolla un protocolo para proteger a defensores ambientales y donde la reconstrucción posterior a desastres sigue siendo lenta y burocrática. En la Región de Valparaíso, por ejemplo, muchas familias aún no han recibido apoyo suficiente tras los incendios.
En un escenario donde el escepticismo climático (y peor incluso, el negacionismo) aún nubla las decisiones de la esfera política, la resolución de la Corte IDH otorga una herramienta potente a la ciudadanía y a los tribunales locales. Si bien no es de carácter vinculante como sí lo tiene una sentencia contenciosa, sus efectos pueden ser profundos porque sirve de parámetro, de estándar, de guía para políticas públicas y para futuros litigios.
Los países que ya cuentan con legislación ambiental avanzada no están exentos de obligaciones. En Chile, si bien se ha avanzado en legislaciones, como con la Ley Marco de Cambio Climático que proyecta la carbono neutralidad al 2050, se debe adaptar la jurisprudencia a este nuevo estándar interamericano. Significa, por ejemplo, fortalecer la protección de defensores ambientales, mejorar los sistemas de alerta temprana, garantizar una transición energética justa, y asegurar acceso equitativo a la tan necesitada agua. También significa integrar la justicia climática en cada decisión estructural, desde el urbanismo hasta la salud pública.
La Corte IDH ha enviado un mensaje que trasciende lo jurídico y que se traduce en que no hay derechos humanos en un planeta que colapsa frente a nuestros ojos. Reconocer su degradación como una amenaza sistémica es el primer paso para responder con la urgencia que exige este momento.
Los jueces ya han hablado. Ahora les toca a los gobiernos traducir la nueva jurisprudencia en acción, en presupuesto, en decisiones ciudadanas. Ya hemos perdido demasiado tiempo mientras el reloj avanza en nuestra contra.