El 20 de octubre de 2019, en pleno estallido social, Juan Becerra fue detenido y brutalmente golpeado mientras caminaba por las calles de Pudahuel durante el toque de queda. Las secuelas físicas y psicológicas lo marcaron por meses. Su impactante testimonio forma parte del libro de crónicas Días de Fuego, publicado en 2022 y que hoy reproducimos.
Por Aldo Vidal Neira
Pudahuel es una zona ubicada al borde de la ciudad, reconocida por tener en su territorio al aeropuerto internacional de Santiago y al mercado persa de Teniente Cruz, uno de los más grandes del país. El domingo 20 de octubre de 2019, si bien los vuelos estaban suspendidos, en la parte urbana de la comuna, la rutina de los comerciantes había transcurrido inalterada.
Pese a toda la convulsión social, la costumbre se había impuesto. Durante décadas se forjó esa tradición: con frío, lluvia, viento o calor, los locatarios del persa instalan cada fin de semana sus puestos de ropa americana; telas; zapatos de cuero; repuestos de autos, motos, bicicletas; imitaciones de juguetes que se promocionan en la televisión; colecciones de vinilos; películas mexicanas; libros empastados y una gran variedad de antigüedades, desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche.

Juan Becerra, de 39 años, lo sabe bien, porque toda su vida habitó ese sector de pocos árboles y muchas canchas de tierra. Una zona de la Región Metropolitana con altos índices de hacinamiento y cielos grises debido a la persistente contaminación del aire.
A mediados de octubre de 2019, Juan trabajaba para la empresa contratista que armaba y desarmaba esos pequeños locales todos los sábados y domingos. El 20 de octubre, durante toda la mañana y hasta después del almuerzo, la muchedumbre recorrió las laberínticas hileras de tiendas instaladas en Teniente Cruz, entre las calles San Pablo y San Francisco. No obstante, después que el general Javier Iturriaga anunció el toque de queda para toda la región, la orden era “desmontar” lo antes posible.
Cerca de las seis de la tarde, Juan y sus compañeros comenzaron a abatir a toda máquina las mesas y fierros que albergan los puestos de los comerciantes.
—Normalmente terminamos como a la una de la mañana o doce de la noche. Ese día salimos antes. Igual hay cámaras, yo tengo pruebas de que estaba ese día trabajando ahí. No es una historia ficticia, yo estuve trabajando ahí –dice tratando de dejar en claro que la traumática experiencia que va a empezar a relatar es auténtica.
A Juan le cuesta hablar, el lado derecho de su cara está hinchado y deforme por los golpes que recibió esa noche. Tuvo que ser operado dos veces y dice que aún no tiene sensibilidad en el rostro debido a la fractura maxilar que sufrió.
A Juan le cuesta hablar, el lado derecho de su cara está hinchado y deforme por los golpes que recibió esa noche. Tuvo que ser operado dos veces y dice que aún no tiene sensibilidad en el rostro debido a la fractura maxilar que sufrió.
Cada cierto rato insistirá en las pruebas y fotos que demuestran que lo que le sucedió, realmente sucedió. Tal vez por su pasado, parece sospechar que cualquiera desconfiará de él y asumirá que, de alguna forma, se merecía los golpes que le dieron.
Juan tiene antecedentes penales. Estuvo preso en su juventud, pero en la cárcel descubrió la fe y se unió a una iglesia evangélica, de la que es miembro activo hasta el día de hoy. Después de salir en libertad, trabajó por varios años como operario haciendo fibra de vidrio en una fábrica. Tuvo tres hijos, se separó y ahora vive con una nueva pareja.
Aquel día, cuando terminó sus labores, aprovechó que aún era temprano y golpeó la puerta de su hermano para saludarlo. Con él, parados en la entrada de la pequeña casa, observaron cómo salían los vecinos del sector y protestaban en la calle. Eran cerca de las diez de la noche cuando se despidió e inició el trayecto hacia su casa, distante a unos 25 minutos a pie.
¿Por qué estaba tan despreocupado? ¿No le importaba la presencia de los militares en las calles? Dice que no le tomó el peso a la situación, que no ve noticias, que prefiere mantenerse en su propio mundo y ocuparse de sus propias cosas, que tampoco se involucró en el estallido, porque es muy difícil cambiar todo lo malo que tiene el país.
Esa noche transitó a paso firme una ruta conocida, oscura y solitaria, hasta que el sonido metálico de una puerta corrediza a sus espaldas, lo hizo detenerse.
–Alcance a girarme y veo que se bajan carabineros de un furgón y se tiran encima mío. No hubo nada: “¿qué anda haciendo?” o “identifíquese”. Nada. No me pidieron nada. Bajaron, me golpearon y me subieron al camión, que estaba vacío. Me tiraron al fondo –recuerda Juan.
Eran cuatro hombres y cuatro mujeres, además de un jefe que iba de pie, en medio de ambos grupos. El vehículo avanzó lentamente por calles llenas de baches durante un tiempo indefinido. Juan, agazapado en un rincón, se cuestionaba a dónde lo llevarían. Seguro irían a la comisaría o quizás a un hospital para curar las heridas que le habían hecho.
Pese a que su experiencia de vida indicaba lo contrario, en ese momento de peligro seguía creyendo que el sistema podía funcionar. Tanto él como sus hermanos pasaron gran parte de su infancia en un hogar del Servicio Nacional de Menores (Sename). El lugar que debía protegerlos, nunca lo hizo. De hecho, se escapó varias veces y nunca terminó el colegio. A los quince años salió definitivamente de ahí para volver a la casa de su padre, el mismo que años antes había informado al Estado que no podía hacerse cargo de él, cuando su madre se fue de la casa.
En medio de la incertidumbre de ese viaje, sintió que el furgón se detuvo. Se abrió la puerta, pero no vio nada, solo sombras.
–Cuando se abre la puerta, el líder grita: “¡al de blanco, al de blanco, al de blanco!”. Y bajan los otros corriendo. Él cierra la puerta y empieza a disparar hacia afuera. Ahí yo pensaba “parece que de esta no vamos a volver”. Después aparecen de nuevo, abren la puerta del vehículo y tiran a un joven de polerón blanco.
Con los dos detenidos ya dentro del vehículo, lo que sigue es una paliza sin control. Juan dice que entre todos los golpearon a ambos como enajenados, con algo firme que le pareció de fierro. De ese momento solo recuerda el dolor y el grito que repetía: “¡no me peguen, no me peguen más!”.
No tenía fuerzas para levantar el brazo, y además, no sentía el rostro en lo absoluto. Cuando finalmente pudo ponerse una mano en la mejilla sintió el líquido espeso y notó que tenía una herida abierta que llegaba hasta el mentón
¿Quién era la otra persona golpeada? ¿Qué pasó con ella? No lo sabe, solo recuerda su silueta y sus quejidos. El auto policial siguió su recorrido, probablemente buscando más “rebeldes” que seguían en la calle, y que, a sus ojos, era necesario castigar.
Después que acabó la golpiza, y con el furgón aún en movimiento, demoró varios minutos en darse cuenta de que su cara no paraba de sangrar. No tenía fuerzas para levantar el brazo, y además, no sentía el rostro en lo absoluto. Cuando finalmente pudo ponerse una mano en la mejilla sintió el líquido espeso y notó que tenía una herida abierta que llegaba hasta el mentón
–Era como un hoyo y me sangraba mucho. En un momento vino uno de los carabineros y me metió el dedo en la herida. Me empezó a torturar, me dijo “¿te duele ahora?”. Después ya ni sentía. Tenía todo dormido, los brazos, la cara, todo. Y va otro y me dice “¿así que te duele?” y pum, me pega en la cabeza. Después no quería hablar nada –dice.
En medio del trayecto, los policías volvieron a detenerse y sumaron a un tercer detenido. El carro seguía avanzando y la noche se hacía eterna. ¿Cuántos más capturarían? ¿Qué harían con ellos? Juan dice que el jefe tenía un arma en las manos y la mostraba constantemente para intimidarlos. Luego les preguntaba “¿saben quiénes somos?”.
–No sé cuánto rato pasa, todavía estamos tratando de encontrar la cronología, porque hay un tiempo perdido importante. Puede incluso que me haya desmayado, estaba medio inconsciente. Pero en un momento el tipo me repite la pregunta: “¿sabes quiénes somos?”, “Carabineros”, digo yo. Y me dice “no, somos el Escuadrón de la Muerte”.
Con los ojos cerrados Juan trató de descubrir qué camino estaba haciendo el vehículo. Según el mapa mental que dibujó en su cabeza, el furgón tomó una curva pronunciada primero, después siguió por un camino de piedras y finalmente se estacionó.
Nuevamente el sonido metálico de la puerta, lo alertó de que algo sucedía. De pronto la voz profunda del jefe a cargo del “procedimiento” le ordenó que se bajara. Desconcertado trató de reavivar sus piernas, pero no podía moverse. Entre dos carabineros lo levantaron y lo tiraron a la calle. Aunque no era una calle, en realidad era un sitio eriazo, perdido entre los cerros, cercano a la Ruta 68. Adentro seguían los otros dos detenidos. Nunca supo qué fue de ellos.
Había terminado la terrible experiencia de creer que te van a matar. Ahora, perdido en un peladero, herido, semi inconsciente y en medio de un toque de queda, Juan empezó a pensar en una forma de volver a su casa.
La oscuridad no le permitía distinguir prácticamente nada a su alrededor, por eso lo único que le quedaba era gritar por auxilio, pedir que alguien lo ayudara a salir de esa pesadilla.
De ese espeso silencio, emergió una tenue voz a lo lejos.
–¿De dónde eres? –escuchó.
–Soy del sector. Ayúdame a salir, ¿cómo salgo de aquí? ¿Cómo salgo de aquí? –dijo Juan.
–Sale hacia la izquierda.
Juan se incorporó como pudo y caminó lentamente en la dirección que le señalaban, mientras levantaba el polvo a su alrededor. Después de un rato logró ver la línea fluorescente de la carretera.
–¡Y ahora ¿hacia dónde voy?! -gritó con las pocas fuerzas que le quedaban.
–Gira a la derecha y sigue recto.
Con esas indicaciones logró avanzar hacia una avenida más iluminada y familiar: San Pablo.
La voz que lo guió –me dirá– era de un indigente que vivía en ese sector. No obstante, en su entorno más cercano, confesará que se trató de Dios, que Su Voz lo sacó del peligro y lo ayudó a salvarse de la muerte.

Pese a la posible intervención divina, esa madrugada el vía crucis aún no había terminado. Durante largo rato Juan caminó en un estado de irrealidad parecido al sonambulismo. Dice que buscó ayuda, algún auto que lo socorriera, algún vecino en una ventana, alguna mísera señal de vida. Pero nada, la zona estaba desierta. La comuna estaba enclaustrada.
Finalmente logró llegar a su casa. Allí, Gloria, su pareja, lo atendió y le limpió como pudo las heridas. Pero sus curaciones eran insuficientes.
–Tengo que ir al médico –dijo Juan.
–Si salimos nos arriesgamos… –respondió Gloria, una mujer diez años mayor que él, y a quien conoció en la fábrica de fibra de vidrio donde ella era encargada del aseo.
Sin muchas alternativas salieron rumbo al nuevo centro de salud de General Bonilla, inaugurado hace poco y ubicado a dos cuadras de su casa.
–Cuando salimos le digo a Gloria “tú adelántate y pide una ambulancia o una silla de ruedas y yo me voy detrás tuyo”. Yo iba mal, mal, y ahí un vagabundo que andaba recogiendo basura en una carro tipo supermercado, me dice “¿qué le pasó, joven?” Yo apenas podía andar. Entonces viene y me sube a su carro. Él me llevó a la posta.
Durante ocho minutos, aquel hombre de unos 50 años, rostro huesudo, larga barba y pelo enmarañado empujó el carro metálico, ahora convertido en una improvisada camilla.
Su ruta atravesó una pronunciada pendiente con varias calles con más tierra que cemento. En medio de la noche se distinguía la cruz blanca de la capilla ubicada en la esquina siguiente. Una cuadra después estaba el colegio municipal Gabriela Mistral pintado de fucsia, unos metros más allá el restaurant Chino Jia Bao, y a la orilla de la calle una animita con flores de plástico. Además de la respiración cansada de aquel desconocido, el ruido de las ruedas rechinando por las piedras era el único sonido que quebraba el silencio.
Cuando finalmente llegaron, el consultorio estaba cerrado.
La única alternativa que quedaba era ir al centro de salud La Estrella, ubicado más lejos, pero que recibía todas las urgencias de la comuna y atendía 24 horas.
–Este señor me baja del carro y estaba cerrado. Ahí me siento y le digo a Gloria, “ya no puedo más” –recuerda Juan.
En ese momento perdió el conocimiento. No sabe cómo llegaron, pero cuando despertó estaba su hermano mayor, Mauricio, el mismo con el que había contemplado las protestas horas antes. Junto a él, su cuñada y la hija de Gloria, lo subieron al auto como pudieron.
–Creo que había militares o carabineros, pero no hacían nada. Tampoco nos ayudaron. Mi hermano, su esposa, entre todos me suben a su vehículo y nos vamos. Volvimos ahí mismo, a La Estrella, la calle donde me detuvieron. Ahí estaba el hospital –dice.
Según los documentos de ingreso del SAR La Estrella, Juan llegó a las 02.44 de la madrugada del lunes 21 de octubre. En ese lugar de paredes naranjas, que cada madrugada recibía accidentados, baleados, y personas que se sentían al borde de la desesperación, le preguntaron qué hacía ahí.
En la ficha de internación se consignó que “el paciente refiere haber sido agredido. Se observan múltiples lesiones en rostro y espalda”.
Cuarenta minutos después le realizaron exámenes de rayos x, que dieron cuenta de “tabique nasal con evidencia de fractura, más una fractura de la cuarta y sexta costilla izquierda”.

–No puedo agacharme, no puedo toser. Eso es lo más terrible, toser. Prefiero aguantarme, porque es muy doloroso. Tengo todo este lado de la cara dormido. Me fui a sacar los puntos a un control y le digo al médico “¿cuándo me va a ver el ojo?, porque yo no soy corto de vista y ahora no veo bien”. Me dice “no, es que esto es lo más urgente”. Y después le digo “¿y los dientes? Cuando me van a ver los dientes, ya no siento ningún diente”. Parece que es demasiado largo el proceso – explica con resignación.
Cuando salió del hospital después de la primera operación, Juan se encontró con una egresada de derecho de la Universidad de Chile, que estaba realizando trabajo voluntario en hospitales.
A través de la Defensoría, una instancia que había iniciado su trabajo el día anterior buscaba asesorar o defender a personas que fueran vulneradas en sus derechos básicos durante el estado de emergencia. Según las cifras de la organización, entre el 18 de octubre y el 30 de noviembre de 2019 recibieron 2.512 denuncias por violación a los Derechos Humanos.
Tras conocer la historia, la joven le tomó los datos y luego denunció lo ocurrido a la fiscalía. Juan fue citado y entregó nuevamente su versión, pero hasta fines de diciembre de 2019, no tenía ninguna noticia respecto al avance de la investigación.
¿Qué opina de lo ocurría en el país? ¿Se siente parte de las injusticias que provocaron la revuelta?
–Yo no participo en nada, hay muchas cosas malas que pasan desde siempre, pero no sé. No he visto tele desde que volví a mi casa. No quiero ver nada de nada, saber de violencia ni nada. Imagínate que recién ayer vi un video del saqueo del supermercado de Pudahuel que estaba al lado de mi casa. Prefiero no saber –dice.
Cuando nos despedimos me dijo que no esperaba justicia, dudaba que lo fueran a llamar nuevamente o que alguna vez encontraran a sus atacantes, lo que quería era recuperarse y seguir adelante, porque aún estaba con mucho dolor.
Esa mañana se fue caminando por el pasaje estrecho donde vive su expareja y sus tres hijos, a una cuadra de la casa de su hermano y desde donde salió la noche en que lo golpearon. Otra vez haría el mismo camino, no había más alternativas que recorrer de nuevo, a paso aún más lento, ese trayecto, esperando que nada ocurriera esta vez.