La forma de conseguir trabajo en el mundo digital ha cambiado: los ATS, los reclutadores, la Inteligencia Artificial y el uso de LinkedIn son parte ineludile. Pero esas transformaciones no han hecho la búsqueda más fácil ni más accesible, como algunos proponen, sino más bien la han convertido en un laberinto burocrático lleno de incertidumbre y por el que nadie responde.
Por Tomás Herrera Asenjo
En marzo de 2024 comencé a buscar empleo. La búsqueda en total casi me tomó un año, el que dediqué a seguir todos los consejos que encontré: rearmar mi red de contactos, mejorar mi perfil de LinkedIn y comenzar a postular a través de portales. Durante nueve meses me dediqué a desarrollar estrategias para encontrar nuevas ofertas y lograr que alguna condujera a una entrevista: cambiar mi CV, optimizarlo, asistir a charlas de empleabilidad y escribirle a múltiples reclutadores. Y durante nueve meses profundicé como nunca mi uso de LinkedIn. La serie de artículos que hasta ahora he publicado nacieron de las conversaciones y reflexiones que saqué de todo el proceso.
Hasta ahora, las búsquedas laborales que había emprendido no habían tenido ninguna particularidad: no habían sido largas y jamás sentí que mi éxito dependiera más que de hacerme ver. En todas el proceso de postulación había avanzado de forma prácticamente lineal.
Esta vez la situación fue diametralmente diferente, pero gracias a LinkedIn encontré cierto confort en notar que mi experiencia no era especialmente única. Pero lo más notable que esta vez capté —entre cientos de posts de LinkedIn, artículos y conversaciones— fue un cambio en la forma en que se habla del trabajo, la verdadera y más profunda razón que me motivó a investigar.
Y es que hace tiempo que del trabajo se habla con un lenguaje dotado de aires místicos: vocaciones, sentido, carrera o marca personal, hoy en día. Un lenguaje que lo eleva a un espacio más trascendental, pero que también lo desprende de su dimensión material y mundana: dinero, subsistencia y necesidad. Esa dimensión es preferible que no se ventile, que no aparezca dentro de una oficina.
Es esa dirección general la que atraviesa al trabajo de punta a punta. Es mejor, hoy, ser un colaborador más que un trabajador porque, como declaran algunos, “a diferencia de los trabajadores, quienes realizan un trabajo a cambio de un salario, los colaboradores están siempre dispuestos a colaborar con otros en el logro de una meta común”. Mejor trabajar por compensaciones, no salarios; mejor gestionar personas, no recursos humanos. La necesidad de un trabajo pareciera ser demasiado incómoda para ser vista; algo demasiado bajo para compartirlo en la esfera laboral. Se habla del trabajo como un privilegio por el que luchar. Un privilegio de primera necesidad.

“Atraes a candidatos que sólo le interesa el dinero, y que suelen ser bastante tóxicos”, como afirma el post.
El trabajo es escaso y se piensa de él como algo por lo que luchar la vida completa. Ya no como medio, sino como fin en sí mismo. Hablar en otros términos es devolver el trabajo a la bajeza de una necesidad, contamina su nobleza. Tener y ejercer un trabajo es tener una misión.
“Las personas son las que dan vida y espíritu a los procesos, que por muy bien diseñados y tecnológicos que estén requieren indefectiblemente del alma de los colaboradores para hacer que ese proceso sea increíble ya que solo las personas son capaces de entender y explotar la tecnología para lograr mejores resultados”. Ser empleable es identificarse con la misión, que en nuestra alma no haya doble consciencia, ni disonancias, sino armonía entre el deber del trabajo y lo que deseo. Se le quitan todas esas asperezas a la esfera laboral porque el empleo sigue siendo estructurado por una diferencia de poder. “La utilización del concepto ‘colaborador’ es señal de la permanente incomodidad del empleador con el trabajador. El mismo que reemplaza mediante la automatización (…) Como si evitando nombrarlo, dejase por fin de existir”, comenta Felipe Ossandón.
Este discurso hoy abunda y es curioso que ocurra cuando pareciera ser que el trabajo remunerado, estable y contractual se vuelve cada vez más escaso y un “bien” más deseado. La verborrea y el discurso pareciera ocupar la función de elevar el trabajo para volverlo un bien por el que sentir una especie de privilegio y bendición. Un símbolo de estatus por el que luchar y sentirse orgulloso porque “lo logramos”.
Autoritarismo de plataforma
La ideología y el discurso que abunda dentro de la transformación digital de la esfera laboral apunta en esta misma dirección. Lo que promocionan es la capacidad de encontrar un match perfecto, un fit preciso; algorítmica decidido, adecuado y único.
Las plataformas de reclutamiento en primer lugar median la distancia entre empleador/postulante y, en segundo lugar, también aseguran la separación de cada parte. La separación se justifica como un medio para evitar los sesgos, pero también asegura una distancia donde no existan roces. La infraestructura digital separa a los tomadores de decisiones de sus consecuencias: la acción y sus repercusiones se vuelve distante y remota.
En estas plataformas no somos empleados ni personas, somos indicadores de empleabilidad: tiempos de experiencia, habilidades y palabras claves. Indicadores que, en su falta de contexto, aseguran que no sean juzgados mediante un sesgo por un humano; pero también son indicadores despojados completamente de su contexto. La máquina busca indicadores y las personas buscan historias y relatos; pero ambos entran en conflicto.
Se repite que la tecnología no es buena ni mala, sino que depende de quién y para qué la use. La IA es descrita, en el área de recursos humanos, como una herramienta para “acelerar tu búsqueda de talento”, y reducir “un 75% los tiempos de contratación”, como declara una popular plataforma de reclutamiento en Chile. Es la clave para el éxito del área de reclutamiento; “llegó para quedarse”, como se repite hasta el cansancio. E incluso como aseguran algunos, el despliegue de este tipo de tecnologías “(…) no deshumaniza el proceso de selección; al contrario, libera a los gestores de RRHH de tareas repetitivas y les permite enfocarse en evaluaciones cualitativas más profundas”.
El despliegue de este tipo de herramienta no cambia el panorama del reclutamiento y la selección, sino que sólo intensifica su lógica: la fragmentación de las habilidades, la evaluación automatizable y a distancia, y la separación entre quienes toman las decisiones y quienes sufren sus consecuencias. El despliegue de IA dentro de estos sistemas convierte decisiones individuales, humanas y sesgadas en una infraestructura inapelable, sin accountability ni transparencia. La transformación digital promete eficiencia y eficacia de forma mezquina y conduce a cada uno —cada trabajador y cesante— a procesos opacos y no-negociables; un autoritarismo de plataforma, como lo denomina Ifeoma Ajunwa.
IA contra IA
Es contra este autoritarismo que, hoy, mucha gente lucha. En el último tiempo y tras la introducción de la IA, es que muchos han creado estrategias para perfeccionar CVs, escribir cartas de presentación y recomendación con el objetivo de equilibrar el poder. Distintas medidas para lidiar con la incertidumbre y, ojalá, dar algún paso en un proceso laboral.
En octubre del 2024, por ejemplo, se hizo viral un bot para enviar CVs de forma automatizada, que permitía a cualquiera postular a más de 2.000 empleos en tres meses. En otra historia, una programadora creó un currículum con links falsos a grandes empresas de tecnología y descripciones exageradas e incluso cómicas (“El récord del mayor número de shots de vodka en una noche”) que le consiguió un 90% de respuesta en procesos e incluso entrevistas con importantes empresas como Reddit, Dropbox o Scale.ai.
El marketing de la IA enuncia continuamente las virtudes de esta tecnología como una forma para hacer procesos más eficientes y eficaces. La verdad no dicha es que, en muchos casos, el resultado es a costa de muchos. Sin embargo, la IA también se ha convertido en una herramienta para resistir a esos mismos usos. Pero usarla de esta forma no se juzga de manera similar; la vara no es la misma.
Por ejemplo, una nota del Financial Times describe como los departamentos de RRHH tienen una labor cada vez más difícil al tener que lidiar con una “inundación de CVs de un lenguaje torpe”. La IA ha hecho que los “candidatos se vuelvan flojos sobre cómo destacar en el mercado laboral, por eso usan la IA generativa para dar una versión inflada de su verdaderas experiencias”, como lo cuenta uno de los entrevistados. “Los CVs tienen que mostrar la personalidad, las pasiones y la historia de los candidatos y eso es algo que, simplemente, la IA no puede hacer”, comenta otra reclutadora en la nota.
La línea que marca qué usos son legítimos y cuáles no es arbitraria y se decide en base a diferencias de poder ya existentes. Hoy la gente que busca empleo lo sabe; en la misma nota los comentarios dan cuenta de eso: “Cuando las compañías hayan usado sus miserables herramientas de selección automáticas y hayan tirado buenos CVs a la basura, no se sorprendan con que la gente que busca empleo lo combata con sus propias herramientas automatizadas”, comenta uno. “¡Me suena a la forma de justicia más poética! ¿Quién convirtió el reclutamiento en una transacción digital para empezar? Y tienen la audacia de llamarlo ‘recursos humanos’…”, agrega otro.
El conflicto sigue ahí presente, latiendo. Oculto de forma intencionada detrás de palabras o herramientas automatizadas. Y es que, pareciera ser, la forma general que adopta el proceso de reclutamiento es una donde no hay cuentas que rendir; donde el trabajo —quizás por su escasez— se convierte en un privilegio por el que cada candidato debe sacrificarse sin solicitar nada al respecto. Donde no tiene derecho, porque es una pieza a vender. Porque el cliente (la empresa) siempre tiene la razón.
La diferencia de poder dentro de la esfera laboral es inherente y, casi, imposible de eliminar. La cuestión pasa por sistemas de balances, especialmente cuando se trata de procesos de selección. Como explica Roberto Padilla, la legislación sólo responde a cuidar a los trabajadores una vez que los contratos están firmados; solo bajo esa figura las responsabilidades se explicitan y se vuelven vinculantes. Antes del contrato el terreno está libre de cualquier compromiso.
Máquinas de unaccountability
Allí es donde la “industria del reclutamiento” surge con la promesa de tercerizar una labor en pos de la eficiencia y la eficacia; como un servicio que asume el riesgo de cada contratación sobre su espalda. De ahí que el despliegue de tecnología —desde el inicio hasta el fin— se convierta en una necesidad para blindarse de los riesgos y la denuncia de sesgos. El uso de IA y otras herramientas de selección automática producen, lo que denomina el sociólogo Dan Davies, una máquina de unaccountability. La infraestructura disuelve la responsabilidad a propósito, en respuestas automáticas y resultados producto de cajas negras. Aquí el espacio para el conflicto —una crítica, una apelación o una molestia— ni siquiera se vuelve posible; no hay nadie detrás del panel.
Ifeoma Ajunwa propone como solución demandar a los empleadores la obligación de auditar regularmente las plataformas de reclutamiento como una manera de asegurar el cumplimiento de sus políticas de Responsabilidad Social Empresarial (RSE); así mismo articular el rol de los postulantes, dentro de estas plataformas, como clientes con el poder de exigir la transparencia del uso de sus datos y los juicios que aplican los algoritmos sobre sus CVs.
Estas son distintas propuestas que, en último término, permiten balancear el juego de poder dentro de los sistemas de reclutamiento y “perforar” las cajas negras de estos sistemas automatizados en pos de abrirlas para rendir cuentas.
El reclutamiento de hoy es un desafío enorme desde distintas perspectivas: un proceso incrementalmente más oscuro para los postulantes y uno por el que las empresas están cada vez menos dispuestas a arriesgarse. No hay una solución clara en el horizonte y, actualmente, se está en fase de testeo: algunas grandes compañías han optado por reinventar desde 0 sus procesos y otras por aumentar más la digitalización bajo la promesa de las virtudes de la IA. Sin embargo, el reto es una cuestión que pareciera ser urgente o preocupante solo para quienes buscan empleo. Como un problema acotado cuya solución se reduce sólo a los esfuerzos por mejorar la empleabilidad, sin tomar en cuenta el sistema completo y su falta de balances.
Hoy esa aproximación se ha convertido tanto en un negocio, como en una excusa perfecta que quita cualquier tipo de responsabilidad a los agentes dentro del sistema. Eliminar la mirada de estas fórmulas mágicas es clave.