En un escenario mundial marcado por la mayor desinformación, el desgaste de las instituciones y la polarización política, hay certezas que deben resguardarse con firmeza. Una de estas es la solidez y efectividad del programa nacional de vacunación. Cuestionarlo o relativizar su valor no solo es un acto de imprudencia: es una amenaza directa a la salud pública y al pacto social que sostiene nuestra convivencia.
Por Judith Herrera Cabello
Chile ha construido, a lo largo de décadas, un modelo de vacunación pública que ha sido ejemplo para otros países. Desde la erradicación del sarampión y la poliomielitis, hasta el control de enfermedades como la rubéola, la hepatitis B o la influenza estacional, el sistema de inmunización nacional ha sido un escudo colectivo, especialmente para los grupos más vulnerables. La respuesta del país ante la pandemia de covid-19 es muestra concreta de esta capacidad instalada: en tiempo récord se alcanzaron coberturas de vacunación que muchas naciones desarrolladas no pudieron igualar.
Esto no fue un milagro, sino el resultado de una política de Estado, bien pensada, con objetivos sanitarios claros, ejecutada por equipos capacitados, y que ha contado históricamente con el respaldo de la ciudadanía.
Poner en duda este proceso es morder la mano que nos ha protegido durante generaciones. Y, sin embargo, voces cada vez más audibles —algunas de ellas provenientes de espacios políticos o mediáticos— han comenzado a cuestionar la utilidad, seguridad e incluso la intención de las campañas de vacunación estatales. Lo hacen sin evidencia, amparados en desconfianzas difusas, relatos conspirativos y un uso irresponsable de la libertad de expresión. El daño que estas posturas provocan no es solo simbólico. Es concreto, medible, y potencialmente mortal.
La vacunación no es un acto individual aislado; es una práctica social que depende de la colaboración entre todos. Cada persona que decide vacunarse no solo se protege a sí misma, sino que también contribuye a proteger a quienes no pueden hacerlo por razones médicas. Esta es la base del concepto de “inmunidad de rebaño”, clave para controlar la circulación de virus peligrosos. Cuando las coberturas caen, incluso ligeramente, enfermedades que estaban controladas —como el sarampión, ejemplo es lo que ocurre en Estados Unidos, país símbolo del efecto antivacunas— pueden reaparecer.
Poner en duda este proceso es morder la mano que nos ha protegido durante generaciones
Las fake news sobre vacunas circulan con rapidez y eficacia en redes sociales, presentándose como verdades que apelan al miedo, la desconfianza, la sensación de persecución y el cansancio de la población. Afirman que las vacunas “no sirven”, que “tienen efectos secundarios ocultos”, que “forman parte de un plan político o económico”. Estos relatos, aunque carecen de evidencia científica, calan hondo en sectores que se sienten marginados o saturados de discursos oficiales. El peligro es aún mayor cuando estas narrativas son reforzadas por figuras con visibilidad pública; entonces el problema se vuelve más grave porque la duda se convierte en desconfianza, y la desconfianza, en rechazo activo a la vacunación.
En un país como Chile, con más de 18 millones de habitantes, incluso una leve caída en las tasas de inmunización puede tener consecuencias catastróficas. No solo porque aumenta la circulación viral, sino porque tensiona aún más a un sistema de salud que ya opera al límite. Los grupos más afectados son siempre los mismos: adultos mayores, personas inmunocomprometidas, pacientes crónicos y niños. Se trata de las primeras víctimas del discurso antivacunas, aunque muchas veces ni siquiera sean quienes lo promueven.
Defender la vacunación estatal no es defender a un gobierno de turno. Es defender un derecho humano: el derecho a la salud. Es también proteger una política pública que ha demostrado, con evidencia y resultados, ser eficaz, equitativa y vital. Una política que no depende de ideologías, sino de ciencia, experiencia acumulada y responsabilidad social.
Las vacunas no son infalibles, pero sí son enormemente efectivas. No eliminan por completo el riesgo de enfermar, pero sí reducen drásticamente la posibilidad de que una infección evolucione a un cuadro grave o letal. Esto se ha visto con claridad en el caso del covid-19 y la influenza, las dos vacunas que actualmente se encuentran en campaña nacional: las personas vacunadas tienen menos probabilidades de hospitalización, requieren menos cuidados intensivos y presentan tasas de mortalidad más bajas.
Los líderes políticos, las figuras públicas y los medios de comunicación tenemos una responsabilidad irrenunciable: no amplificar discursos sin sustento, no jugar con el miedo de las personas, y no erosionar instituciones que han demostrado ser esenciales para el bienestar de todos. Cuestionar sin base científica el sistema de vacunación es poner en riesgo vidas humanas. No hay ambigüedad al decirlo cuando cada vacuna puesta es una vida protegida y una cama de hospital desocupada: eso, en cualquier escenario, debería ser incuestionable.