Mientras muchos jóvenes parecieran ser indiferentes hacia la política, su vida diaria está atravesada por decisiones públicas que les permiten estudiar, movilizarse y vivir con mejores condiciones. Entre la apatía y el giro conservador, se advierte que la distancia juvenil con la política es más una ilusión que una realidad: tarde o temprano, las decisiones del Estado golpean la puerta.
Por Myriam Bustos Verdugo
Hay frases que se quedan pegadas. El “no estoy ni ahí” del Chino Ríos en los 90 fue una de esas, y resume esa vibe del “todo me da lo mismo” que tenía parte de la juventud post dictadura. Hoy, casi 30 años años después, el “ni ahí” está de vuelta. Sin la estética noventera, pero con la misma distancia frente a la política.
Lo curioso y preocupante es que nunca hubo tantas y tantos jóvenes directamente beneficiados por decisiones políticas. Lo paradójico es que todo lo que usan para estudiar, vivir y movilizarse es política: gratuidad, becas, créditos, pases rebajados, JUNAEB, pensiones para sus abuelas, subsidios habitacionales para sus familias, apoyos a la salud mental (¡hasta los ajuares que reciben las guaguas!). Todo eso es política pura. Sin embargo, varios y varias en sus universidades y en sus círculos cercanos, dicen que “la política no me afecta”, con mucha seguridad, como si las cosas pasaran por arte de magia.
Al mismo tiempo hay otro grupo: jóvenes que sí participan, pero que ahora votan por un “sector conservador”. No es contradicción. Cuando todo se siente inestable (pandemia, violencia, inflación, polarización, promesas que no se cumplieron) el orden se vuelve demasiado atractivo. En vez de “cambiarlo todo”, mejor “que no se mueva ninguna cosa”.
Y esto no es algo que ocurra sólo en Chile. En Europa, un estudio reciente con datos de 27 países revela que más de un 21% de los hombres jóvenes de entre 16 y 29 años apoyan a partidos de extrema derecha. No porque necesariamente compartan esa ideología, sino por frustración, por buscar identidad, por sentir que pertenecen a algo en un mundo que va demasiado rápido y entrega pocas certezas. En América Latina, el PNUD ha advertido que muchos sienten que sus intereses no están representados, desconfían de las instituciones democráticas y ven a la política como un sistema que no les ofrece futuro.
Entre los votos de esos “jóvenes conservadores” y quienes no están ni ahí, hay un punto en común: actúan desde una sensación de distancia con la política tradicional. Pero esa distancia es falsa. Porque la política siempre entra: por la ventana, por la billetera, por la calidad de vida.
La verdad es que esto no es nuevo. Las juventudes se desentienden hasta que ya no pueden hacerlo. Ha pasado antes: en 1920, cuando los universitarios se movilizaron con fuerza por primera vez; en 1987, cuando en plena dictadura estudiantes de la U de Chile desafiaron la dedocracia; en 2001, con el Mochilazo. En 2006 la Revolución Pingüina explotó cuando aparecieron videos de un colegio público anegado por la lluvias y con los estudiantes en clases bajo las goteras, miles de liceos se pararon contra la LOCE, por el pase escolar, por infraestructura digna.
Y en 2011 llegó quizá la movilización más grande: las demandas por educación gratuita, por el fin del lucro, por un Estado que garantizara derechos. Eso caló en todo el país. Y sí cambió el sistema: se creó la gratuidad universitaria, nacieron nuevos planteles estatales, se reformó el financiamiento, se reorganizó la educación secundaria.
Por eso cuesta creer que estemos en una generación realmente “ni ahí”. Más bien, parece que estamos en una pausa antes de la próxima sacudida, porque siempre hay una chispa. A veces es el alza del pasaje. Otras, un beneficio que se cae. O un gesto de una autoridad que cruza la línea. Incluso puede ser solo el cansancio acumulado.
Y de repente esa juventud que parecía desinteresada se organiza, discute, se informa, se moviliza, vota. Cambia la conversación. Obliga al país a moverse.
Por ahora estamos entre olas. Pero hay que recordar: la política no es un circo ajeno (aunque a veces nos gustaría que lo fuera). Es la razón por la cual pagamos menos en el pasaje, estudiamos con gratuidad o beca, o nuestros abuelos tienen pensión digna o indigna, el barrio mejora o no.
Estar “ni ahí” puede resultar cómodo, pero no exime a nadie de sus consecuencias. Una persona puede insistir en mantenerse al margen, pero inevitablemente se verá afectada cuando comiencen a modificarse los beneficios a los que ella y su familia han accedido gracias a las decisiones políticas. Y ojalá que, para entonces, no sea demasiado tarde.